Tal vez necesitamos recuperar un arte tan humano como es la lentitud. Nuestros estilos vida parecen contaminados irremediablemente por una presión que escapa a nuestro control; no hay tiempo que perder; queremos alcanzar metas lo más rápidamente posible; los procesos nos desgastan, las preguntas nos retrasan, los sentimientos son un puro despilfarro; nos dicen que lo que importa son los resultados, solo los resultados. A causa de esto, el ritmo de las actividades se ha tornado despiadadamente inhumano. (…)
Realmente, la velocidad a la que vivimos nos impide vivir. Una posible alternativa sería rescatar nuestra relación con el tiempo. Poco a poco, paso a paso. Esto es justamente porque es enorme la presión para decidir, precisamos de una lentitud que nos proteja de las precipitaciones mecánicas, de los gestos ciegamente compulsivos, de las palabras repetidas y banales. Justamente porque nos vemos obligados a desdoblarnos y multiplicarnos, necesitamos reaprender el aquí y ahora de la presencia, necesitamos reaprender lo entero, lo intacto, lo concentrado, lo atento y lo uno.
Aunque en las sociedades occidentales modernas la lentitud haya perdido su estatus, sigue siendo un antídoto contra el patrón normalizador. La lentitud intenta huir de lo cuadriculado; se arriesga a trascender lo meramente funcional y utilitario; elige en más ocasiones convivir con la vida silenciosa; registra los pequeños tránsitos de sentido, las variaciones de sabor y sus minucias fascinantes, el palpar tan íntimo y diverso que puede tener luz.”
Fragmento del libro «Pequeña teología de la lentitud» de José Toledino Mendoça
Foto: Heidi Dunkel